Adorad sólo a Dios


Sólo a Dios es a quien adoran los ángeles, sólo es a Él a quien dan culto. También ellos pasaron la prueba de la libertad y lo eligieron a Él.
Cuando se termine esta vida y entremos en la Eternidad, veremos la cantidad de energías que hemos malgastado en cosas tan absurdas como tener más que otros, el ser más que otros, el estar por encima de los otros... cuanto tiempo perdido en el vacío, irrecuperable, malgastado, adorándose cada uno a sí mismo.
Quien ponga su adoración en las criaturas o en sí mismo, habrá hecho su peor negocio, mientras que nadie quedará defraudado de haber adorado a Dios.
Gastar la vida en la adoración a Dios es como si, habiendo recibido de Él un lápiz y unas hojas en blanco, los utilizáramos en escribir magníficas obras de literatura; es como si nos hubiera dado un poco de tierra y sólo un pequeño apero de labranza y los usáramos para producir las cosechas más variadas y abundantes. La materia, que de por sí es pobre, transformada por la voluntad del hombre, se convierte en trascendente.
Eso es adorar a Dios: levantar un edificio con piedras, ornamentarlo con maderas y pintarlas, adornarlo todo con flores, quemar incienso y velas, ataviarse con lo mejor y más digno que se tenga, cantarle como lo hacen los ángeles, rezarle como le rezan los santos, alabarle como lo alaba la Iglesia y mirarle como lo mira su Madre.
Adorar a Dios es amarle.

No adoréis a nadie más que a Él

            Poner los ojos en las criaturas, es poner los ojos en el tiempo, en lo caduco; y mirar a Dios es poner los ojos en la eternidad. Poner los ojos en Dios es darle el corazón. Y quien ponga la mirada en Dios poniendo en Él el corazón, recibirá la mirada de Dios recibiendo de Él su Corazón. Sólo Dios merece ser mirado con las miradas más tiernas de nuestro corazón y adorado con el culto más perfecto de todo nuestro ser de hombres y mujeres.

No pongáis los ojos en nadie más que en Él

Sólo Dios puede sostenernos hasta el extremo de sufrir las mayores contrariedades, la vida es ciertamente un valle de lágrimas y lo es para todo el mundo, nadie pasará por esta vida sin ellas, pero es distinto llorar en soledad, apoyados en las criaturas o llorar reclinando la cabeza en el Corazón de Dios.

Sólo Él os puede sostener

La libertad que sólo Dios puede dar es la única y verdadera libertad que corta amarras con el mundo, el demonio y la carne. Para ser libre hay que mirar sólo a Dios, hay que dar el corazón sólo a Dios.
Sólo Dios hace libre a quien sólo a Dios adora.

Sólo Él os da la libertad

Corren tiempos recios, hacen falta amigos fuertes


El Maligno entró en todas las realidades sociales, y ahora son muchos los que encuentran gusto en el mal, en la fealdad.
Como serpiente se fue filtrando entre las rendijas del estandarte de la hermosura del mundo humano: el arte y la cultura en todas sus dimensiones.

La música, que siempre fue armoniosa, suave, fuerte y delicada, se convirtió en un terremoto de ruido, y lo que era -y sigue siendo- horrible, ahora lo llaman “música”.

El arte que llenó museos con obras de indescriptible belleza que hacían gustar de la suavidad de los colores, la calidez del hogar, el Amor Creador en hermosos paisajes que elevaban el alma hacia el Paraíso; fue convertido en un barrunto de escombros que ahora llaman esculturas, en ocurrencias” que pusieron al descubierto lo más bajo de ser hombre o mujer y que quieren llamar lenguaje artístico.

Ciertamente que el arte es lenguaje, sí, el más alto grado de comunicación, donde el alma puede expresar lo que las palabras no alcanzan cuando lo que se quiere expresar es lo hermoso y maravilloso de la Creación, del amor de Dios.

Durante los últimos años hemos estado viendo con tristeza y amargura, cómo las universidades y los centros culturales de España y del mundo, son copados por "artistas" que a través de un tipo de actuaciones (rituales) únicamente exaltan lo feo, lo abominable, enseñando con ello a gustar el mal. Llaman arte a lo que son verdaderos ritos blasfemos. Adoran a Satanás.

Si la hermosura eleva al alma hacia Dios y hace que tienda a gustar el bien y buscarlo, la fealdad hunde al alma en el abismo de las miserias y haciendo de la fealdad una costumbre, el ser humano llega a gustar el mal y buscarlo.

No hay ignorancia religiosa en el mundo del arte actual, contemporáneo, modernista o postmodernista. Por parte de cierta clase de artistas hay una perfecta conciencia de lo que hacen, conocen perfectamente el camino que están recorriendo, y saben donde terminará ese camino. Libremente han optado por lo grotesco (aunque ellos lo llamen solidaridad, denuncia, la búsqueda de lo sublime).

La historia  de la humanidad está dividida en una lucha constante, y esto ocurre desde que el mundo es mundo: el mal contra el bien, la maldad contra la bondad. Sociedades muy revueltas donde se busca y se provoca el enfrentamiento social de hermanos contra hermanos de una misma patria, son carne de cañón para la extensión del reino de Satanás, un reino al que sólo le queda el tiempo y el espacio de este mundo actual.

Son sus últimos tiempos y parece desencadenarse con toda su furia contra Aquella que lo derrotará definitivamente cuando concluya este tiempo: la Virgen María su mayor conquistadora de almas; la Iglesia, esposa mística de Jesucristo y dispensadora de la vida de la gracia; y toda persona que rechaza el pecado y gusta del bien, lo desea, lo busca, lo encuentra, lo defiende y lo transmite. 

Corren tiempos recios, también hoy la Iglesia de Jesucristo necesita amigos fuertes, amigos fieles que no se arredren ante las dificultades que amenazan tormenta. Necesita hijos que la defiendan contra los fuertes embates del mundo. 

La Virgen Santísima, San Miguel y todos los Ángeles y Santos de Dios, intercedan por nosotros en esta hora.


El coraje de creer


La Fe siempre es una osadía que en último caso llega a desafiar la racionalidad del ser humano. Jesucristo muestra el alcance inaudito de la Fe: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a ese monte: ‘vete de aquí para allá’ y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17,20).
Sólo quien llega a practicar la virtud de la Fe positiva y conscientemente, tiene capacidad para comprender la libertad que proporciona la grandeza de creer.

Creer es el último paso que da el hombre material al encontrarse con Dios y es a su vez el primer paso que da el hombre espiritual en el comienzo de su ascenso en el camino hacia Dios. Una vez que este paso está dado todo adquiere un nuevo sentido, todo tiene nuevos significados porque la vida se observa desde el prisma de la trascendencia.
Para el hombre y la mujer espiritual, todo, absolutamente todo, tiene un valor y sentido distintos, así podemos leer en Sta. Teresa del Niño Jesús que puede hacer más ella por el mundo recogiendo un alfiler del suelo que muchos grandes de la tierra en sus reuniones.
El dolor para el hombre sin Fe es una desgracia, mientras que para el que tiene Fe es una fortuna.
La oración para el incrédulo es una estupidez, para el que cree es una obligación.
Dios para el hombre natural es una incógnita, para el sobrenatural es una certeza.

Cuando Pedro comienza a caminar sobre el agua, apoyado en las palabras de Jesús: “ven”, representa a todos los que comienzan a caminar por la senda atrevida de la Fe. Quien se asienta en la Fe desafía las leyes de la razón: para el racional es absurdo intentar caminar sobre el agua y para el creyente es una realidad: Pedro, el rudo pescador de Galilea, caminó sobre el agua a la voz de Jesús ”ven”.

En este camino de la Fe sólo hay un inconveniente que haga caer a quien comenzó su andadura sobre él: volver a creer más en la fuerza de las realidades terrenas que en la de las trascendentes. Lo mismo que Pedro comenzó a hundirse tras empezar a caminar hay quienes en su camino de Fe también comienzan a tener miedo, estos miedos se presentan de mil maneras, cada persona tiene uno a su medida esperándole y es proporcional a la intensidad de su Fe.

No deja de ser sorprendente la duda en quien comenzó tan radicalmente, tan valientemente, su camino hacia Jesús que decía “ven”, desafiando entonces las leyes racionales al atreverse a caminar sobre el agua de la Fe.
Cuando el miedo hace acto de presencia, éste ciega la visión trascendente y ofusca los oídos del alma para impedir escuchar aquella voz de Jesús “ven”; entonces la situación es terrible, porque la persona siente escapar su cuerpo entre el agua y las leyes racionales en ese momento no sólo son inútiles, sino que son causa de mayor angustia.
Antes de socorrer a quien sufre de tal modo, quiere Dios una súplica de confianza: “Señor, sálvame” y en seguida levanta a esa pobre alma con la fuerza de su brazo; para un racional sería admirable la Fe de aquel que pudo dar sus primeros pasos sobre el agua, sin embargo Dios mismo lo reprende: “¡hombre de poca fe!” y preguntando “¿por qué has dudado?” quiere que el propio hombre se examine acerca de su poca fe, pues Él, que conocía perfectamente los corazones, sabía la respuesta a esta pregunta.
Dios quiere que nos demos cuenta de que dudar para quien camina sobre las aguas de la Fe es como echar mano del arado y mirar atrás.

CREER en una situación personal tranquila o una situación social próspera es relativamente sencillo, pero mantenerse firmes en la Fe en una situación personal adversa o con una situación social hostil a lo católico exige de quien realiza el acto de Fe, un heroico coraje llamado generalmente martirio.
“Al sentir la fuerza del viento” el hombre y la mujer de Fe se levantan como columnas sobre el agua y caminan erguidos al haber oído la voz de Jesús que un día los llamó “ven”.


El Padre nos dio al Hijo




Pronto celebraremos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La muerte de Jesucristo en la cruz es estremecedora para el corazón.

Es estremecedor oír la frase de Jesús en el huerto: “Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz”, sobre todo cuando horas antes había dicho a sus discípulos “ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer”, la humanidad se derrumbaba ante el sufrimiento y luchaba contra sí misma: “pero no se haga mi voluntad”. Sabemos por la voz de la Iglesia, que Jesucristo sufrió una inmensa soledad en aquel huerto y rogó al único que podía librarlo de la muerte terrible de cruz.

Hoy quisiera que nos detuviéramos en la soledad, no menor, del Padre. El silencio del Padre es tan elocuente como las palabras del Hijo. El Padre, de corazón tan tierno como para procurar el alimento a las avecillas, para vestir de hermosura los lirios del campo, para correr a abrazarse con el hijo que le abandonó en otro tiempo y arrepentido vuelve a casa, renuncia ahora a que el Hijo perciba su compañía.


Estamos ante un Padre que conocía perfectamente a su Hijo. Era el Hijo único, su humanidad perfecta era la alegría del Padre, su obediencia fiel era el consuelo del Padre, su alma nobilísima era jardín de delicias donde la divinidad se podía recrear. Era el Hijo que nunca contristó al Padre, el Hijo del hombre que quiso al Padre con todas sus fuerzas, su alma, su mente y su corazón. Era hombre perfecto con corazón purísimo, con rectitud de intención intachable, con una vida entregada ya desde su encarnación para cumplir en todo la voluntad del Padre “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Ese Hijo, que además de ser Dios era hombre, fue el predilecto del Padre, el “Hijo muy amado” del Padre; es el hijo que alegró su corazón: “Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco” y precisamente ese Hijo sentiría en su alma la ausencia de ese Padre que tanto le amaba. El Padre y el Hijo antepusieron la Obra de la Redención a sus propias Personas.

El Hijo realizando la oración litúrgica, llora la ausencia del Padre “Padre, por qué me has abandonado?” y el Padre renuncia a gozar de la compañía del Hijo. El Hijo sufre dolores indecibles en su cuerpo y en su alma y ese Padre renuncia a aliviar los dolores de su amado Hijo. El Hijo está agotado hasta el extremo de sus fuerzas y el Padre renuncia a ser descanso para el alma de su Hijo. El Hijo sufre un abatimiento supremo y el Padre renuncia a alentar a su propio Hijo en la última hora de su agonía, el Hijo está en el momento más duro de su vida en la tierra y ese Padre con corazón infinitamente tierno renuncia a consolar al Hijo. Y todo ello desde la infinita e inmensa soledad de su ser Dios, dilatando misteriosamente también su propia gloria. Dios rasgó su Corazón de Padre mientras el Corazón del Hijo era atravesado por la lanza.


El Hijo que se entrega voluntariamente es entregado por el Padre voluntariamente. Ninguno de los dos se guarda para sí ni para el otro, ambos se dan por cada uno de nosotros, siguiendo únicamente un objetivo: la Obra Redentora. Podríamos decir que, de algún modo, de manera misteriosa Dios Padre e Hijo renuncian a sí mismos para poder entregarnos al Espíritu. De esta manera el hombre penetró en la entraña de la Trinidad en el mismo momento en que Jesucristo moría en la cruz. Allí, cuando se abrió el Corazón de Dios, se derramaron la Divinidad y la Santidad sobre la humanidad, para que esta humanidad fuera santificada por la divinidad. 

Estamos ante un misterio: las Tres Personas Divinas se entregan al hombre por puro amor y la primera criatura no divina en recibir ese amor y entrar en la Trinidad, es la Santísima Virgen María. 
Roguemos a Ella que nos introduzca en el Corazón de la Trinidad cada vez que participemos en la Santa Misa: el mismísimo Calvario está ante nuestros ojos. Es el Corazón de la Trinidad el que se abre para que entremos, es el amor de Dios Uno y Trino entregado y derramado por nosotros.

En espíritu y en verdad



Máxima importancia tiene también el modo de hacer la oración, porque, aunque ésta sea siempre un bien, no nos reportará fruto alguno si no sabemos hacerla como conviene. Santiago dice expresamente que muchas veces no se obtiene lo que se pide porque se pide mal.

Se ha de orar ante todo en espíritu y verdad, porque el Padre celestial desea que así se le adore (Jn 4,23).

Ora de esta manera quien hace su plegaria con íntimo y ardiente afecto del alma, sin excluir por esto la oración vocal. Es innegable que la oración que brota de un fervoroso e íntimo espíritu es muy superior a cualquiera otra; y Dios la escucha siempre, aunque no se exteriorice con palabras, porque ante Él están siempre patentes aun los más ocultos pensamientos.

Así escuchó Dios la súplica de Ana, madre de Samuel, expresada solamente con lágrimas. 
Y David escribe: 


De tu parte me dice el corazón: buscad mi rostro; y yo, Yavé, tu rostro buscaré 
(Ps 26,8).


del Catecismo Romano

Modo práctico de orar


PREPARACIÓN CONVENIENTE

Dice la Sagrada Escritura:

Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como quien tienta al Señor
(Si 18,23).

Es tentar a Dios el pedir el bien cuando se obra el mal, o hablar con Dios cuando se tiene el alma distraída y alejada de lo que se pide.

Por esto será muy conveniente declarar los caminos de la oración y las disposiciones necesarias para hacerla bien.

a) La primera disposición esencial para orar es un espíritu verdaderamente humilde, consciente y arrepentido de sus pecados; un sentimiento de indignidad para acercarnos a Dios, que brota de la conciencia de pecado y nos hace sentirnos inmerecedores, no sólo de alcanzar cosa alguna de su divina Majestad, sino aun de comparecer ante su presencia.
Las Sagradas Escrituras insisten machaconamente en esta primera disposición necesaria para orar:

Convirtiéndose a la oración de los despojados, no despreció su plegaria
(Ps 101,18);

La oración del humilde traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada
(Si 35,21).

Significativos sobremanera son los ejemplos evangélicos -entre tantísimos otros- del publicano, que ni aun desde lejos se atrevía a levantar sus ojos al altar, y el de la mujer pecadora, que, arrojada a los pies de Cristo, los bañaba con todas sus lágrimas.

b) De este sentimiento de humildad brotará el dolor de los pecados, o al menos un sentimiento de desagrado por no acertar a arrepentimos convenientemente. Sin este necesario sentimiento no puede esperarse el perdón.

Hay determinados pecados que específicamente impiden sean escuchadas nuestras súplicas por Dios. En general, todos los pecados contra la caridad y la humildad:

1. Los homicidios, crueldades y violencias contra el prójimo, de los que dice el Señor por Isaías:

Cuando alzáis vuestras manos, yo aparto mis ojos de vosotros; cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos están llenas de sangre
(Is 1,15).

2. La ira y la discordia, de las que dice San Pablo:

Quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni discusiones
(1Tm 2,8).

3. El ser implacables con las ofensas. Semejantes sentimientos de alma nos impiden ser escuchados por Dios.


Cuando os pusieseis en pie para orar -nos amonesta el Maestro-, Si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados
(Mc 11,25);

Porque, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados
(Mt 6,15).

4. El ser duros e inhumanos con los menesterosos. También contra éstos está escrito:

El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame hallará respuesta
(Pr 21,13).

5. El ser soberbios, porque

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia
(Jc 4,16).

6. El menospreciar la ley del Señor.

Es abominable la oración de aquel que se aparta de la ley
(Pr 28,9).

Es claro que todo esto exige, cuando se pide el perdón, una detestación de todos los pecados cometidos contra Dios y contra el prójimo.

c) Otra disposición necesaria para orar es la fe, sin la cual no puede tenerse un verdadero conocimiento de Dios y de su misericordia. De esta virtud ha de nacer la confianza, que sostiene toda oración:

Todo cuanto con fe pidiereis en la oración lo recibiréis
(Mt 21,22).

San Agustín escribe: Si falta la fe, pereció la oración. Y San Pablo afirma categóricamente que esta virtud es indispensable para orar:

Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?
(Rm 10,14).

Por otra parte, si la fe es necesaria para la oración, ésta es indispensable a su vez para creer. Porque es la fe la que inspira nuestras plegarias, y son las plegarias las que, quitando toda duda, solidifican y fortalecen la fe.

d) Con la fe es necesaria la esperanza, generadora de toda confianza. San Ignacio exhortaba así a los que se acercaban a orar: No llevéis a la oración un ánimo incierto. ¡Bienaventurado el que no dudare!.

La fe y la esperanza engendran en nosotros la confianza segura de ser escuchados:

Pero pida con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una parte a otra parte
(Jc 1 Jc 6).

Son innumerables los motivos que dan esta garantía a nuestra confianza:

1. El máximo de todos es el saber que la voluntad de Dios es sumamente favorable, y tan infinita su misericordia hacia nosotros, que no dudó en mandarnos llamarle Padre, para que nosotros nos sintiéramos con toda verdad hijos.

2. El número incontable de quienes en la oración encontraron lo que necesitaron para el cuerpo y para el alma.

3. La seguridad de tener a Cristo, primer y perfecto orante, como divino intercesor ante el Padre por nosotros:

Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros pecados
(1Jn 2,1).

Y San Pablo:

Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros
(Rm 8,34);

Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús
(1Tm 2,5);

Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo
(He 2,17).

No debe, pues, representar un obstáculo para esperar ser escuchados nuestra propia indignidad. Sepamos reponer toda la esperanza y confianza en la autoridad y omnipotencia de Jesucristo, nuestro intercesor, por cuyos méritos y plegarias nos concederá el Padre todo cuanto pidamos en su nombre.

4. Ni puede olvidarse que el inspirador de todas nuestras plegarias es el Espíritu Santo, bajo cuya dirección nuestras oraciones serán necesariamente escuchadas:

Porque hemos recibido el Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!
(Rm 8,15 Ga 4,6);

Y el mismo Espíritu divino vendrá en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables
(Rm 8,26).

5. Y si alguna vez sentimos vacilar nuestra fe, recurramos al grito lastimoso de los apóstoles:

¡Señor, acrecienta nuestra fe!
(Lc 17,5),

o a la exclamación de aquel padre de un hijo mudo:

¡Ayuda mi incredulidad!.

e) Lograremos, finalmente, la máxima certeza de ser escuchados por Dios en nuestras oraciones, animadas por la fe y llenas de esperanza, si procuramos conformar a la divina ley y voluntad del Señor nuestros pensamientos, acciones y peticiones.

Si permanecéis en mí -dice Cristo- y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

del Catecismo Romano

Oración de acción de gracias

El segundo modo de orar es la reconocida gratitud que debemos elevar a Dios por los divinos e innumerables beneficios que cada día acumula sobre nosotros y sobre todos los hombres.

Oramos así cuando en la sagrada liturgia alabamos al Señor por la multitud incontable de santos que Él ha suscitado en su Iglesia y celebramos la victoria y triunfo que ellos consiguieron en la tierra, con la ayuda divina, contra todos sus enemigos.


Un ejemplo admirable de esta clase de oración lo tenemos en la plegaria del Ave María.

En ella alabamos y agradecemos a Dios por haber colmado a la Santísima Virgen con toda la plenitud de sus divinos dones y nos complacemos con la misma Madre de Dios por su sublime dignidad: Dios te salve, María, llena eres de gracia, el Señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres. Movida precisamente por esta predilección de Dios con la Santísima Virgen, completó la Iglesia la dulce plegaria, implorando la intercesión maternal de Santa María sobre nosotros, pobres pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte.

 
Y así nosotros, pobres desterrados e hijos de Eva, peregrinos en este terreno valle de lágrimas, hemos de invocar constantemente a la que es Madre de misericordia y Abogada del pueblo cristiano. Porque si Ella ruega por nosotros, si Ella se mueve en nuestro socorro, nada le será negado por aquel Dios ante quien tiene méritos tan excelsos; por aquel Dios ante quien siempre intercede maternalmente por nosotros, sus hijos pecadores.

Que sea Dios - entendiendo por Dios a las tres divinas Personas - a quien hemos de dirigir nuestras plegarias, invocando su santo nombre, es verdad ínscrita en nuestras almas por la misma razón natural. Tenemos además un explícito mandamiento divino:

Invócame en el día de la angustia
(Ps 49,15).



Es cierto que también recurrimos con la oración a los santos.


Es ésta una verdad -a ella nos hemos referido más ampliamente en otro lugar- sobre la cual la santa Iglesia y las almas cristianas no tienen duda alguna. Pero hay una diferencia esencial entre estas dos formas de oración: no invocamos evidentemente de la misma manera a Dios y a los santos. Y conviene aclarar bien esta profunda diferencia, para evitar todo posible error.

Invocamos a Dios para que Él mismo nos conceda los bienes que necesitamos o nos libre de los males que sufrimos. Los santos, en cambio, son invocados como amigos de Dios e intercesores gratos a Él, para que nos obtengan de Dios los auxilios y beneficios que de Él esperamos.

Las mismas formas que utilizamos para orar, expresan claramente esta diferencia. A Dios le decimos: Ten misericordia de nosotros o Escúchanos; a los santos en cambio: Rogad por nosotros.

En toda fórmula de oración debe subentenderse siempre este precepto, para no atribuir a las criaturas lo que es exclusivo de Dios. Así, cuando pedimos directamente a los santos que tengan misericordia de nosotros -fórmula que podemos decir rectamente, porque en verdad son misericordiosos con nosotros-, intentamos decirles que, apiadados de la miseria de nuestra condición, nos ayuden con la intercesión y valor que gozan ante Dios. Y si recitamos el Padrenuestro ante la imagen de un santo cualquiera, entendemos que pedimos al siervo de Dios ruegue por nosotros y con nosotros, presentando con nosotros y para nosotros las peticiones formuladas en la oración dominical; que se constituya en nuestro intérprete y abogado en la presencia del Señor, como claramente lo enseñó San Juan en su Apocalipsis.

del Catecismo Romano

Oración de petición

Muchos y muy variados son los modos y grados con que los hombres cumplen su deber de orar. Será conveniente exponerlos con el máximo cuidado posible para que todos tengamos un concepto claro, no sólo de la oración, sino también del modo de hacerla y para que nos estimulemos a orar lo más perfectamente posible.

1. ¿QUIÉNES DEBEN PEDIR?


a) La plegaria mejor es, sin duda, la de las almas justas y buenas, que, apoyadas en una fe viva, y a través de los distintos grados de la oración mental, llegan hasta la contemplación del infinito poder de Dios, de su inmenso amor y suma sabiduría.

De aquí brotará en ellas la segura esperanza de obtener, no sólo lo que piden en la oración, sino también todos aquellos dones que Dios da con soberana largueza a las almas que en Él se abandonan.

Elevadas al cielo estas almas con la doble ala de la fe y la esperanza, se llegarán a Dios inflamadas en caridad, le alabarán y le darán gracias por los grandes beneficios que les ha concedido. Y, como hijos que se abandonan en el abrazo amoroso de su amantísimo Padre, le presentarán humilde y confiadamente todos los sentimientos y nuevas necesidades.

A esta forma de oración aludía el profeta en su Salmo:

Derramo ante Él mi querella, expongo ante Él mi angustia
(Ps 141,3).

La palabra "derramar" significa que el que ora de esta manera no calla nada ni oculta nada, sino que todo lo revela, refugiándose confiado en el seno amoroso del Padre. Concepto expresado muchas veces en las Sagradas Escrituras:

¡Oh pueblo!, confia siempre en Él. Derramad ante Él vuestros corazones, que Dios es nuestro asilo
(Ps 61,9)

Echa sobre Yave el cuidado de ti, y Él te sostendrá, pues no permitirá jamás que el justo vacile
(Ps 54,23).

A este mismo grado de oración se refería San Agustín cuando escribió: La esperanza y la caridad piden lo que la fe cree.

b) Otra categoría de orantes la constituyen los pecadores, quienes, no obstante sus pecados, se esfuerzan por levantarse hasta Dios. Su fe está como muerta, sus fuerzas están extenuadas, y casi no pueden levantarse de la tierra; no obstante, reconocen humildemente sus pecados y desde el fondo de su profunda abyección imploran el perdón y buscan la paz.


Dios no rechaza jamás esta oración, sino que la escucha y acoge misericordioso. Él mismo nos invita:

Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré
(Mt 11,28).

Tal fue la oración del pobre "publicano", que, aunque no osaba levantar sus ojos al cielo, salió, sin embargo, justificado del templo.

c) Una tercera categoría de orantes la forman aquellos que, carentes aún de la verdadera fe cristiana, se sienten movidos, bajo el impulso de la recta razón natural, al estudio y búsqueda de la verdad, y piden a Dios en la oración ser iluminados.

Si saben perseverar en sus deseos. Dios no rehusará sus plegarias, porque la divina clemencia jamás se hace sorda a los gritos de las almas sinceras. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen un ejemplo bien significativo en el caso del centurión Cornelio.

d) Una última categoría de orantes es la de aquellos que no sólo no están arrepentidos de sus pecados, sino que, acumulando pecados sobre pecados, se atreven a implorar de Dios hipócritamente el perdón de unas faltas que voluntariamente proponen seguir repitiendo.

Semejantes infelices no deberían aspirar ni siquiera al perdón de los hombres; mucho menos al de Dios, si se empeñan en mantener estas disposiciones. Escrito está de Antíoco:

Y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar misericordia
(2M 9,13).

Antes de orar se impone una verdadera y sincera contrición de los pecados, con propósito firme de no volver a cometerlos.


2. ¿QUÉ COSAS DEBEN PEDIRSE?

Para que nuestra oración sea escuchada por Dios, es necesario que pidamos cosas justas y honestas. De otro modo nos veremos reprendidos por el mismo Señor:

No sabéis lo que pedís
(Mt 20,22).

Debe pedirse todo aquello que rectamente puede desearse, como el mismo Jesús nos exhortaba:

Pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

a) Nuestras intenciones y deseos deben conformarse ante todo a esta regla: que nuestras peticiones nos acerquen lo más posible a Dios, nuestro sumo Bien. Desear y pedir nuestra unión con Él y cuanto nos ayude a conseguirla, desechando y apartándonos de cuanto de una u otra manera pueda distanciarnos de Dios.
Esta primera norma general nos ayudará a conocer cuándo y cómo debemos pedir a Dios todos los demás bienes.

b) Algunos de ellos pueden convertirse, y muchas veces se convierten de hecho, en incentivos del pecado, especialmente si se trata de bienes terrenos y externos: salud, fuerza, belleza, riquezas, dignidades, honores, etc. Es claro que su petición debe subordinarse siempre a la necesidad y en cuanto no sean contrarios a los designios divinos; sólo así podrán ser escuchadas por Dios nuestras plegarias.

Nadie, por otro lado, debe poner en duda la licitud de estas peticiones de bienes humanos. La Sagrada Escritura nos dice que así oraba Jacob:

Si Yave está conmigo, y me protege en mi viaje, y me da pan que comer y vestidos que vestir, y retorno en paz a la casa de mi padre, Yave será mi Dios.
(Gn 28,20).

Y Salomón:
No me des pobreza ni riquezas. Dame aquello de que he menester.
(Pr 30,8).

Y cuando seamos escuchados por Dios en estas peticiones, acordémonos de la advertencia del Apóstol:

Los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo
(1Co 7,30-31)

y de las palabras del salmista:

Si abundan las riquezas, no apeguéis a ellas vuestro corazón
(Ps 61,11).

Por mandato divino puede y debe el hombre usar de las riquezas, como de todas las demás cosas que hay en el mundo, pero sin olvidar que todas ellas son propiedad absoluta de Dios y que nos las concedió para vivirlas en mutua caridad con todos nuestros hermanos. La salud y todos los demás bienes externos nos han sido dados para que más fácilmente podamos servir a Dios y más fácilmente proveer a las necesidades e indigencias de nuestro prójimo.

c) Podemos y debemos también pedir en nuestra oración los bienes del alma y de la inteligencia (ingenio, arte, ciencia, etc.), pero siempre igualmente a condición de que nos sirvan para glorificar a Dios y salvar nuestras almas.

d) Mas lo que hemos de desear y pedir constantemente y sin limitación de ninguna clase, es la gloria de Dios y todas aquellas cosas que puedan unirnos con nuestro sumo Bien, como son la fe y el temor de Dios.

3.  ¿POR QUIÉNES DEBE PEDIRSE?

a) Por todos, sin excepción alguna ni distinciones de amistad o enemistad, religión o raza. Todos los hombres -enemigos, extraños o pecadores- son nuestros prójimos; y si a todos hemos de amar, según el precepto de Cristo, por todos habremos de orar, porque la oración es un deber del amor.

Ante todo te ruego -amonestaba Pablo a Timoteo- que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres
(1Tm 2 1Tm 1).

Hemos de pedir, pues, para todos los hombres, las cosas necesarias, primeramente para el alma, y después para el cuerpo.

b) De manera especial tenemos obligación de pedir por los pastores de almas. También se lo recordaba San Pablo a los Colosenses:

Orad a una también por nosotros, para que Dios nos abra puerta para la palabra
(Col 4,3).

Y lo mismo encargaba a los fieles de Tesalónica.

En los Hechos de los Apóstoles se nos dice igualmente: Pedro era custodiado en la cárcel; pero la. Iglesia oraba instantemente a Dios por él. Y San Basilio, después de insistir en el mismo deber, aduce la razón: Hemos de pedir por aquellos que nos reparten el pan de la verdad.

c) Hemos de pedir también por las autoridades, por los reyes y jefes de Estado. A nadie se le ocultará que de ellos depende en gran parte el bien público. Pidamos al Señor que sean buenos, piadosos y justos.
Y hemos de orar también por los que ya lo son, para que viendo ellos cuánta necesidad tienen de las oraciones de los subditos, no se ensoberbezcan en su dignidad.

d) Jesús nos manda expresamente pedir por los que nos persiguen y calumnian.

e) Más aún: es costumbre cristiana, que, según testimonio de San Agustín, se remonta a los tiempos apostólicos, pedir también por todos los separados de la misma Iglesia: por los infieles, para que resplandezca en ellos la fe verdadera; por los idólatras, para que sean liberados de los errores de la impiedad; por los judíos, para que reciban la luz de Ja verdad sus almas oscurecidas; por los herejes, para que, vueltos a la salud, sean iluminados por los preceptos cristianos; por los cismáticas, para que por el vínculo de la verdadera caridad retornen a la comunión de la Iglesia, de la que un día se apartaron.

Que estas plegarias, animadas por el soplo de la catolicidad, sean muy eficaces ante el Señor, lo nemuestra el gran número de convertidos que constantemente arranca la gracia de Dios del poder de las tinieblas, trasladándoles al admirable reino del Hijo de su amor (Col 1,13); verdaderos vasos de ira, maduros para la perdición, convertidos en vasos de misericordia (Rm 9,22-23).

f) Es también constante tradición eclesiástica y apostólica el pedir por los difuntos, de lo que ya dijimos bastante al tratar del santo sacrificio de la misa.

g) Ni es del todo inútil el pedir por quienes, a pesar de todo, se obstinan en seguir pecando con pecados de muerte (1Jn 5,16).

Aunque de momento de nada les sirvan las oraciones de los buenos, es obra de caridad cristiana el seguir rogando por ellos, y tratar así de aplacar la ira divina con nuestras propias lágrimas.

Ni deben ser obstáculo para el cumplimiento de este deber las maldiciones que en la Sagrada Escritura o en los Santos Padres vemos frecuentemente conminadas contra tales pecadores. Estas palabras deben entenderse en el sentido de una predicción de los males que alcanzarán a los impenitentes, o en el sentido de condenación directa contra el pecado -no contra las personas-, para conseguir que los pecadores, aterrados por ellas, se abstengan de seguir pecando.

Del Catecismo Romano

¿Dónde están mis hijos?


Pregunta mi Padre Dios por mis hermanos

¿qué le diré a mi Padre?
Padre, tus hijos se pierden porque no hay quien ruegue por ellos.

Preguntó en otro tiempo a un hermano por otro,…
¿dónde está tu hermano?
a mí me pregunta por ti,
a ti te pregunta por él.

¿Qué estamos haciendo por nuestros hermanos?, por aquellos hijos de Dios que se van perdiendo poco a poco cada día, y al fin se pierden por completo cuando mueren sin la gracia, rechazando a su Padre, sólo porque no pedimos lo suficiente, porque no hemos ofrecido sacrificios por los pecadores. ¡Nuestros hermanos se pierden!

¿Dónde están mis hijos?

Nuestra Madre María también nos pregunta por nuestros hermanos, aquellos pobres pecadores por los que no pedimos.
Si Caín mató a Abel voluntariamente, quien no reza está dejando morir a otros por los que María le preguntará cuando llegue al Cielo: ¿Dónde están tus hermanos? ¿Dónde están mis hijos?.

Qué gozo será llegar al cielo cogidos de la mano de un montón de almas de hermanos por los que hemos rezado a lo largo de la vida…

Qué desgracia tan grande, qué mirada la de Dios nuestro Padre y María nuestra Madre, si al llegar junto a Ellos no llevamos a nadie de la mano por haberle negado nuestras oraciones. Otro nos llevará a nosotros de la mano.

¿Cuánto valdrá un Ave María que rezamos?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para salvar un alma.

¿Cuánto valdrá un vaso de agua que dejamos de beber y ofrecemos a Dios por un pecador?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un hombre se convierta y pida el bautismo.

¿Cuánto vale la sonrisa que regalamos a un enemigo?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un ladrón abandone su pecado, y se convierta en generoso donante de sí en amor de caridad.

¿Cuánto vale la señal de la cruz que hacemos cada día al levantarnos, al salir de casa o al regresar?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un moribundo pida los últimos sacramentos.

¿Cuánto vale esa Misa a la que acudimos cada Domingo?
Vale tanto como Dios mismo.
Como la gracia necesaria para que el Corazón de María atraiga a muchas almas hacia Él.

¡Tanto vale lo poco que hacemos!

¿Queremos llegar al Cielo de la mano de muchos hermanos y decirle a nuestro Padre Dios y a nuestra Madre María: ¡Aquí están tus hijos! ¡Aquí están mis hermanos!.

¿Cómo será de amorosa esa mirada de ellos hacia nosotros?
Adelante, comencemos ahora, no perdamos el tiempo, que todo pasa muy rápido.

 

Las distintas especies de oración

Explicada ya la necesidad y utilidad de la oración, convendrá que conozcan los cristianos las distintas maneras que hay de orar.


San Pablo, exhortando a Timoteo a orar santa y piadosamente, distingue varias clases de oraciones:
Ante todo, te ruego que se hagan
peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos los hombres
(1 Tm 2, 1)

Pueden consultarse con provecho las páginas espléndidas escritas sobre esta materia por los Santos Padres, especialmente por San Hilario y San Agustín.

Entre las distintas especies de oración merecen singular relieve dos, de las que en algún sentido se derivan todas las demás: la oración de petición y la de acción de gracias. En realidad, cuando nos acercamos a Dios para orar, o lo hacemos para implorar algo que necesitamos o para darle gracias por algún beneficio recibido. Son sentimientos y exigencias necesarias en toda alma que ora. El mismo Dios nos lo recuerda en la Escritura:
Invócame en el día de la angustia;
yo te libraré, y tú cantarás mi gloria
(Sal 49, 15)

Por lo demás, nuestra misma condición de criaturas y de pecadores habla bien elocuentemente de la necesidad que tenemos en nuestra miseria de la bondad y misericordia de Dios. El Señor, por su parte, no desea otra cosa sino hacernos bien: su corazón divino no es para el hombre más que benignidad infinita. Basta mirarnos para comprenderlo: nuestros ojos, nuestra voluntad e inteligencia, todo nuestro ser, es don y prenda de la divina largueza. ¿Qué tienes -pregunta San Pablo- que no lo hayas recibido? (1 Co 4, 7). Y si todo lo nuestro es don gratuito de Dios, ¿cómo no inflamarnos en un sentimiento constante e inagotable de adoración y gratitud?

del Catecismo Romano