Pronto celebraremos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La muerte de Jesucristo en la cruz es estremecedora para el corazón.
Es estremecedor oír la frase de
Jesús en el huerto: “Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz”, sobre todo
cuando horas antes había dicho a sus discípulos “ardientemente he deseado comer
esta pascua con vosotros antes de padecer”, la humanidad se derrumbaba ante el
sufrimiento y luchaba contra sí misma: “pero no se haga mi voluntad”. Sabemos
por la voz de la Iglesia ,
que Jesucristo sufrió una inmensa soledad en aquel huerto y rogó al único que
podía librarlo de la muerte terrible de cruz.
Hoy quisiera que nos detuviéramos
en la soledad, no menor, del Padre. El silencio del Padre es tan elocuente como
las palabras del Hijo. El Padre, de corazón tan tierno como para procurar el alimento
a las avecillas, para vestir de hermosura los lirios del campo, para correr a
abrazarse con el hijo que le abandonó en otro tiempo y arrepentido vuelve a
casa, renuncia ahora a que el Hijo perciba su compañía.
Estamos ante un Padre que conocía
perfectamente a su Hijo. Era el Hijo único, su humanidad perfecta era la
alegría del Padre, su obediencia fiel era el consuelo del Padre, su alma
nobilísima era jardín de delicias donde la divinidad se podía recrear. Era el
Hijo que nunca contristó al Padre, el Hijo del hombre que quiso al Padre con
todas sus fuerzas, su alma, su mente y su corazón. Era hombre perfecto con
corazón purísimo, con rectitud de intención intachable, con una vida entregada
ya desde su encarnación para cumplir en todo la voluntad del Padre “aquí estoy,
oh Dios, para hacer tu voluntad”. Ese Hijo, que además de ser Dios era hombre,
fue el predilecto del Padre, el “Hijo muy amado” del Padre; es el hijo que
alegró su corazón: “Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco” y precisamente
ese Hijo sentiría en su alma la ausencia de ese Padre que tanto le amaba. El
Padre y el Hijo antepusieron la Obra de la Redención a sus propias Personas.
El Hijo realizando la oración litúrgica, llora la ausencia del
Padre “Padre, por qué me has abandonado?” y el Padre renuncia a gozar de la compañía
del Hijo. El Hijo sufre dolores indecibles en su cuerpo y en su alma y ese
Padre renuncia a aliviar los dolores de su amado Hijo. El Hijo está agotado
hasta el extremo de sus fuerzas y el Padre renuncia a ser descanso para el alma
de su Hijo. El Hijo sufre un abatimiento supremo y el Padre renuncia a alentar
a su propio Hijo en la última hora de su agonía, el Hijo está en el momento más
duro de su vida en la tierra y ese Padre con corazón infinitamente tierno
renuncia a consolar al Hijo. Y todo ello desde la infinita e inmensa soledad de
su ser Dios, dilatando misteriosamente también su propia gloria. Dios rasgó su
Corazón de Padre mientras el Corazón del Hijo era atravesado por la lanza.
El Hijo que se entrega
voluntariamente es entregado por el Padre voluntariamente. Ninguno de los dos
se guarda para sí ni para el otro, ambos se dan por cada uno de nosotros,
siguiendo únicamente un objetivo: la Obra Redentora. Podríamos decir que, de
algún modo, de manera misteriosa Dios Padre e Hijo renuncian a sí mismos para
poder entregarnos al Espíritu. De esta manera el hombre penetró en la entraña
de la Trinidad
en el mismo momento en que Jesucristo moría en la cruz. Allí, cuando se abrió
el Corazón de Dios, se derramaron la Divinidad y la Santidad sobre la humanidad,
para que esta humanidad fuera santificada por la divinidad.
Estamos ante un
misterio: las Tres Personas Divinas se entregan al hombre por puro amor y la
primera criatura no divina en recibir ese amor y entrar en la Trinidad , es la Santísima Virgen
María.
Roguemos a Ella que nos introduzca en el Corazón de la Trinidad cada vez que
participemos en la Santa
Misa : el mismísimo Calvario está ante nuestros ojos. Es el
Corazón de la Trinidad
el que se abre para que entremos, es el amor de Dios Uno y Trino entregado y
derramado por nosotros.