Oración de petición

Muchos y muy variados son los modos y grados con que los hombres cumplen su deber de orar. Será conveniente exponerlos con el máximo cuidado posible para que todos tengamos un concepto claro, no sólo de la oración, sino también del modo de hacerla y para que nos estimulemos a orar lo más perfectamente posible.

1. ¿QUIÉNES DEBEN PEDIR?


a) La plegaria mejor es, sin duda, la de las almas justas y buenas, que, apoyadas en una fe viva, y a través de los distintos grados de la oración mental, llegan hasta la contemplación del infinito poder de Dios, de su inmenso amor y suma sabiduría.

De aquí brotará en ellas la segura esperanza de obtener, no sólo lo que piden en la oración, sino también todos aquellos dones que Dios da con soberana largueza a las almas que en Él se abandonan.

Elevadas al cielo estas almas con la doble ala de la fe y la esperanza, se llegarán a Dios inflamadas en caridad, le alabarán y le darán gracias por los grandes beneficios que les ha concedido. Y, como hijos que se abandonan en el abrazo amoroso de su amantísimo Padre, le presentarán humilde y confiadamente todos los sentimientos y nuevas necesidades.

A esta forma de oración aludía el profeta en su Salmo:

Derramo ante Él mi querella, expongo ante Él mi angustia
(Ps 141,3).

La palabra "derramar" significa que el que ora de esta manera no calla nada ni oculta nada, sino que todo lo revela, refugiándose confiado en el seno amoroso del Padre. Concepto expresado muchas veces en las Sagradas Escrituras:

¡Oh pueblo!, confia siempre en Él. Derramad ante Él vuestros corazones, que Dios es nuestro asilo
(Ps 61,9)

Echa sobre Yave el cuidado de ti, y Él te sostendrá, pues no permitirá jamás que el justo vacile
(Ps 54,23).

A este mismo grado de oración se refería San Agustín cuando escribió: La esperanza y la caridad piden lo que la fe cree.

b) Otra categoría de orantes la constituyen los pecadores, quienes, no obstante sus pecados, se esfuerzan por levantarse hasta Dios. Su fe está como muerta, sus fuerzas están extenuadas, y casi no pueden levantarse de la tierra; no obstante, reconocen humildemente sus pecados y desde el fondo de su profunda abyección imploran el perdón y buscan la paz.


Dios no rechaza jamás esta oración, sino que la escucha y acoge misericordioso. Él mismo nos invita:

Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo os aliviaré
(Mt 11,28).

Tal fue la oración del pobre "publicano", que, aunque no osaba levantar sus ojos al cielo, salió, sin embargo, justificado del templo.

c) Una tercera categoría de orantes la forman aquellos que, carentes aún de la verdadera fe cristiana, se sienten movidos, bajo el impulso de la recta razón natural, al estudio y búsqueda de la verdad, y piden a Dios en la oración ser iluminados.

Si saben perseverar en sus deseos. Dios no rehusará sus plegarias, porque la divina clemencia jamás se hace sorda a los gritos de las almas sinceras. Los Hechos de los Apóstoles nos ofrecen un ejemplo bien significativo en el caso del centurión Cornelio.

d) Una última categoría de orantes es la de aquellos que no sólo no están arrepentidos de sus pecados, sino que, acumulando pecados sobre pecados, se atreven a implorar de Dios hipócritamente el perdón de unas faltas que voluntariamente proponen seguir repitiendo.

Semejantes infelices no deberían aspirar ni siquiera al perdón de los hombres; mucho menos al de Dios, si se empeñan en mantener estas disposiciones. Escrito está de Antíoco:

Y oraba el malvado al Señor, de quien no había de alcanzar misericordia
(2M 9,13).

Antes de orar se impone una verdadera y sincera contrición de los pecados, con propósito firme de no volver a cometerlos.


2. ¿QUÉ COSAS DEBEN PEDIRSE?

Para que nuestra oración sea escuchada por Dios, es necesario que pidamos cosas justas y honestas. De otro modo nos veremos reprendidos por el mismo Señor:

No sabéis lo que pedís
(Mt 20,22).

Debe pedirse todo aquello que rectamente puede desearse, como el mismo Jesús nos exhortaba:

Pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

a) Nuestras intenciones y deseos deben conformarse ante todo a esta regla: que nuestras peticiones nos acerquen lo más posible a Dios, nuestro sumo Bien. Desear y pedir nuestra unión con Él y cuanto nos ayude a conseguirla, desechando y apartándonos de cuanto de una u otra manera pueda distanciarnos de Dios.
Esta primera norma general nos ayudará a conocer cuándo y cómo debemos pedir a Dios todos los demás bienes.

b) Algunos de ellos pueden convertirse, y muchas veces se convierten de hecho, en incentivos del pecado, especialmente si se trata de bienes terrenos y externos: salud, fuerza, belleza, riquezas, dignidades, honores, etc. Es claro que su petición debe subordinarse siempre a la necesidad y en cuanto no sean contrarios a los designios divinos; sólo así podrán ser escuchadas por Dios nuestras plegarias.

Nadie, por otro lado, debe poner en duda la licitud de estas peticiones de bienes humanos. La Sagrada Escritura nos dice que así oraba Jacob:

Si Yave está conmigo, y me protege en mi viaje, y me da pan que comer y vestidos que vestir, y retorno en paz a la casa de mi padre, Yave será mi Dios.
(Gn 28,20).

Y Salomón:
No me des pobreza ni riquezas. Dame aquello de que he menester.
(Pr 30,8).

Y cuando seamos escuchados por Dios en estas peticiones, acordémonos de la advertencia del Apóstol:

Los que compran, como si no poseyesen, y los que disfrutan del mundo, como si no disfrutasen; porque pasa la apariencia de este mundo
(1Co 7,30-31)

y de las palabras del salmista:

Si abundan las riquezas, no apeguéis a ellas vuestro corazón
(Ps 61,11).

Por mandato divino puede y debe el hombre usar de las riquezas, como de todas las demás cosas que hay en el mundo, pero sin olvidar que todas ellas son propiedad absoluta de Dios y que nos las concedió para vivirlas en mutua caridad con todos nuestros hermanos. La salud y todos los demás bienes externos nos han sido dados para que más fácilmente podamos servir a Dios y más fácilmente proveer a las necesidades e indigencias de nuestro prójimo.

c) Podemos y debemos también pedir en nuestra oración los bienes del alma y de la inteligencia (ingenio, arte, ciencia, etc.), pero siempre igualmente a condición de que nos sirvan para glorificar a Dios y salvar nuestras almas.

d) Mas lo que hemos de desear y pedir constantemente y sin limitación de ninguna clase, es la gloria de Dios y todas aquellas cosas que puedan unirnos con nuestro sumo Bien, como son la fe y el temor de Dios.

3.  ¿POR QUIÉNES DEBE PEDIRSE?

a) Por todos, sin excepción alguna ni distinciones de amistad o enemistad, religión o raza. Todos los hombres -enemigos, extraños o pecadores- son nuestros prójimos; y si a todos hemos de amar, según el precepto de Cristo, por todos habremos de orar, porque la oración es un deber del amor.

Ante todo te ruego -amonestaba Pablo a Timoteo- que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias por todos los hombres
(1Tm 2 1Tm 1).

Hemos de pedir, pues, para todos los hombres, las cosas necesarias, primeramente para el alma, y después para el cuerpo.

b) De manera especial tenemos obligación de pedir por los pastores de almas. También se lo recordaba San Pablo a los Colosenses:

Orad a una también por nosotros, para que Dios nos abra puerta para la palabra
(Col 4,3).

Y lo mismo encargaba a los fieles de Tesalónica.

En los Hechos de los Apóstoles se nos dice igualmente: Pedro era custodiado en la cárcel; pero la. Iglesia oraba instantemente a Dios por él. Y San Basilio, después de insistir en el mismo deber, aduce la razón: Hemos de pedir por aquellos que nos reparten el pan de la verdad.

c) Hemos de pedir también por las autoridades, por los reyes y jefes de Estado. A nadie se le ocultará que de ellos depende en gran parte el bien público. Pidamos al Señor que sean buenos, piadosos y justos.
Y hemos de orar también por los que ya lo son, para que viendo ellos cuánta necesidad tienen de las oraciones de los subditos, no se ensoberbezcan en su dignidad.

d) Jesús nos manda expresamente pedir por los que nos persiguen y calumnian.

e) Más aún: es costumbre cristiana, que, según testimonio de San Agustín, se remonta a los tiempos apostólicos, pedir también por todos los separados de la misma Iglesia: por los infieles, para que resplandezca en ellos la fe verdadera; por los idólatras, para que sean liberados de los errores de la impiedad; por los judíos, para que reciban la luz de Ja verdad sus almas oscurecidas; por los herejes, para que, vueltos a la salud, sean iluminados por los preceptos cristianos; por los cismáticas, para que por el vínculo de la verdadera caridad retornen a la comunión de la Iglesia, de la que un día se apartaron.

Que estas plegarias, animadas por el soplo de la catolicidad, sean muy eficaces ante el Señor, lo nemuestra el gran número de convertidos que constantemente arranca la gracia de Dios del poder de las tinieblas, trasladándoles al admirable reino del Hijo de su amor (Col 1,13); verdaderos vasos de ira, maduros para la perdición, convertidos en vasos de misericordia (Rm 9,22-23).

f) Es también constante tradición eclesiástica y apostólica el pedir por los difuntos, de lo que ya dijimos bastante al tratar del santo sacrificio de la misa.

g) Ni es del todo inútil el pedir por quienes, a pesar de todo, se obstinan en seguir pecando con pecados de muerte (1Jn 5,16).

Aunque de momento de nada les sirvan las oraciones de los buenos, es obra de caridad cristiana el seguir rogando por ellos, y tratar así de aplacar la ira divina con nuestras propias lágrimas.

Ni deben ser obstáculo para el cumplimiento de este deber las maldiciones que en la Sagrada Escritura o en los Santos Padres vemos frecuentemente conminadas contra tales pecadores. Estas palabras deben entenderse en el sentido de una predicción de los males que alcanzarán a los impenitentes, o en el sentido de condenación directa contra el pecado -no contra las personas-, para conseguir que los pecadores, aterrados por ellas, se abstengan de seguir pecando.

Del Catecismo Romano

¿Dónde están mis hijos?


Pregunta mi Padre Dios por mis hermanos

¿qué le diré a mi Padre?
Padre, tus hijos se pierden porque no hay quien ruegue por ellos.

Preguntó en otro tiempo a un hermano por otro,…
¿dónde está tu hermano?
a mí me pregunta por ti,
a ti te pregunta por él.

¿Qué estamos haciendo por nuestros hermanos?, por aquellos hijos de Dios que se van perdiendo poco a poco cada día, y al fin se pierden por completo cuando mueren sin la gracia, rechazando a su Padre, sólo porque no pedimos lo suficiente, porque no hemos ofrecido sacrificios por los pecadores. ¡Nuestros hermanos se pierden!

¿Dónde están mis hijos?

Nuestra Madre María también nos pregunta por nuestros hermanos, aquellos pobres pecadores por los que no pedimos.
Si Caín mató a Abel voluntariamente, quien no reza está dejando morir a otros por los que María le preguntará cuando llegue al Cielo: ¿Dónde están tus hermanos? ¿Dónde están mis hijos?.

Qué gozo será llegar al cielo cogidos de la mano de un montón de almas de hermanos por los que hemos rezado a lo largo de la vida…

Qué desgracia tan grande, qué mirada la de Dios nuestro Padre y María nuestra Madre, si al llegar junto a Ellos no llevamos a nadie de la mano por haberle negado nuestras oraciones. Otro nos llevará a nosotros de la mano.

¿Cuánto valdrá un Ave María que rezamos?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para salvar un alma.

¿Cuánto valdrá un vaso de agua que dejamos de beber y ofrecemos a Dios por un pecador?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un hombre se convierta y pida el bautismo.

¿Cuánto vale la sonrisa que regalamos a un enemigo?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un ladrón abandone su pecado, y se convierta en generoso donante de sí en amor de caridad.

¿Cuánto vale la señal de la cruz que hacemos cada día al levantarnos, al salir de casa o al regresar?
Puede valer tanto como la gracia necesaria para que un moribundo pida los últimos sacramentos.

¿Cuánto vale esa Misa a la que acudimos cada Domingo?
Vale tanto como Dios mismo.
Como la gracia necesaria para que el Corazón de María atraiga a muchas almas hacia Él.

¡Tanto vale lo poco que hacemos!

¿Queremos llegar al Cielo de la mano de muchos hermanos y decirle a nuestro Padre Dios y a nuestra Madre María: ¡Aquí están tus hijos! ¡Aquí están mis hermanos!.

¿Cómo será de amorosa esa mirada de ellos hacia nosotros?
Adelante, comencemos ahora, no perdamos el tiempo, que todo pasa muy rápido.

 

Las distintas especies de oración

Explicada ya la necesidad y utilidad de la oración, convendrá que conozcan los cristianos las distintas maneras que hay de orar.


San Pablo, exhortando a Timoteo a orar santa y piadosamente, distingue varias clases de oraciones:
Ante todo, te ruego que se hagan
peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracias
por todos los hombres
(1 Tm 2, 1)

Pueden consultarse con provecho las páginas espléndidas escritas sobre esta materia por los Santos Padres, especialmente por San Hilario y San Agustín.

Entre las distintas especies de oración merecen singular relieve dos, de las que en algún sentido se derivan todas las demás: la oración de petición y la de acción de gracias. En realidad, cuando nos acercamos a Dios para orar, o lo hacemos para implorar algo que necesitamos o para darle gracias por algún beneficio recibido. Son sentimientos y exigencias necesarias en toda alma que ora. El mismo Dios nos lo recuerda en la Escritura:
Invócame en el día de la angustia;
yo te libraré, y tú cantarás mi gloria
(Sal 49, 15)

Por lo demás, nuestra misma condición de criaturas y de pecadores habla bien elocuentemente de la necesidad que tenemos en nuestra miseria de la bondad y misericordia de Dios. El Señor, por su parte, no desea otra cosa sino hacernos bien: su corazón divino no es para el hombre más que benignidad infinita. Basta mirarnos para comprenderlo: nuestros ojos, nuestra voluntad e inteligencia, todo nuestro ser, es don y prenda de la divina largueza. ¿Qué tienes -pregunta San Pablo- que no lo hayas recibido? (1 Co 4, 7). Y si todo lo nuestro es don gratuito de Dios, ¿cómo no inflamarnos en un sentimiento constante e inagotable de adoración y gratitud?

del Catecismo Romano

Volveré a la casa de mi Padre

“Volveré a la casa de mi padre”

La casa, …ese lugar seguro, donde el padre acoge a sus hijos como la gallina a sus polluelos, …ese lugar de oración, donde la intimidad del hogar está envuelta por la presencia amorosa de Dios, …ese refugio donde nada exterior ni extraño puede entrar, …ese templo del alma, …ese castillo de cristal, …ese remanso de paz donde Dios conversa con el hombre.



“Padre, he pecado contra el Cielo y contra ti,”

Sólo un corazón responsable, conocedor de sí mismo, puede hablar así, sólo quien ha dejado que la luz de Dios penetre hasta lo más profundo del alma puede reconocer su pecado. El tiempo mismo en que está dicho indica ya la conversión de vida: “he pecado” forma parte ya del pasado, así habla un hijo que reconoce el daño que hizo.
Sólo duelen de verdad las palabras hirientes cuando queremos a las personas que nos las dicen, por tanto, un hijo conocedor del cariño que le tiene su padre, es conocedor también del grave daño que hizo al corazón de ese padre, se trata de una ofensa tan grave que llega a ser pecado.
Quien desprecia al padre, desprecia al mismo Dios; quien deshonra al padre, deshonra al mismo Dios y quien abandona a su padre, abandona al mismo Dios, por eso dice “he pecado contra el Cielo y contra ti”.


“Ya no merezco llamarme hijo tuyo”

Sólo un corazón humillado puede hacer una afirmación como esta, con la soberbia de la juventud dijo en otro tiempo a su padre “Padre, dame la parte que me toca de la fortuna”. Es decir, dame lo mío; ya que por ser hijo, tenía su parte legítima en la herencia de su padre; ese corazón joven despreció a su padre por unos bienes materiales, prefirió tener cosas a tener padre. Y se fue de su casa. La soberbia hubo que repararla con humildad. Hubo de cambiar el “Padre, dame” por el “Padre, ya no merezco”. La soberbia reclama para sí, la humildad no sólo no pide sino que sabe que no merece nada. El hijo soberbio reclamó lo que le era legítimo; el hijo humillado ya no quiere ni lo que todavía le es legítimo. La gran ofensa es reparada con una gran humillación. Quien reclamó bienes materiales ya no quiere ni recibir los bienes espirituales.


“Trátame como a uno de tus jornaleros”.

Despréciame, padre, porque no merezco nada, trátame como a un extraño, como a uno de tantos que tienes a tu servicio. El jornalero no recibe nada del patrón más que bienes materiales, es un trato frío; la mirada del patrón no se fija en el jornalero, sino en el hijo.
El joven humillado ahora sí que pide algo, pide a su padre que lo rechace como hijo, de la misma manera que el hijo en otro tiempo lo rechazó a él, le pide que lo desprecie, que lo abandone, le da la oportunidad a su padre de darle el castigo merecido pagándole con la misma moneda, rechazo por rechazo, abandono por abandono, desprecio por desprecio.


“El padre, echando a correr, se le echó al cuello y se puso a besarlo.”

Ese padre ya no mira al pasado sino que pone su mirada en el hijo; ya no se para en palabras sino que comienza a obrar:


CORRE, LO ABRAZA Y LO BESA:
¡TAL ES LA MISERICORDIA DE NUESTRO PADRE!,

¡GLORIFICAD A DIOS EN VUESTROS CORAZONES!