Los frutos de la oración

Es un deber el de la oración que, además, acarrea copiosísimos y dulcísimos frutos a las almas cuando saben vivirlo.

1. Servicio y alabanza de Dios.


Con ella, en primer lugar, honramos y alabamos a Dios. La Sagrada Escritura compara la plegaria a un suave perfume:

Que mi oración suba hasta ti como el incienso  
(Sal 140, 2)

Al hacer oración nos reconocemos subditos de Dios y le confesamos principio y fuente de todo bien; le invocamos como nuestro refugio y defensa, como nuestra seguridad y salvación. Es el mismo Dios quien nos dice:

(Sal 49, 15)


2. Seguridad de ser escuchados.


Otro fruto precioso de la oración es el saber que nuestras súplicas son escuchadas por Dios. San Agustín dice: La oración es la llave del cielo; porque sube la plegaria y baja la misericordia de Dios. Muy baja está la tierra y muy sublime es el ciclo; pero Dios escucha siempre el clamor del hombre cuando procede de un corazón puro.

Y aquí radica el valor y eficacia de la oración: en que por ella conseguimos las más espléndidas riquezas de los cielos. Fruto suyo son los dones del Espíritu Santo, que nos guía, ilumina y asiste; la conservación e incolumidad de la fe, la exención de las penas, la defensa en las tentaciones, la victoria del demonio y las más bellas alegrías de la vida espiritual, según la palabra de Cristo:

Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre;
pedid y recibiréis, para que sea cumplido vuestro gozo.
(Jn 16, 24)

No puede dudarse que la bondad de Dios escucha siempre y acoge nuestras plegarias. La Sagrada Escritura está llena de testimonios que lo confirman. Recordemos, sólo a modo de ejemplo, aquellas palabras del profeta Isaías: Entonces llamarás, y Yave te oirá; le invocarás, y Él dirá:

Heme aquí...;
antes que ellos me llamen, les responderé yo;
todavía no habrán acabado de hablar,
y ya los habré escuchado
(Is 58, 9) (Is 65, 24)


Sucede, no obstante, con frecuencia, que el Señor no nos concede lo que le pedimos. Pero es innegable que también en estos casos el Señor mira por nuestro bien, o concediéndonos mayores y mejores bienes que los que nosotros le habíamos pedido, o porque aquello que deseábamos no nos era necesario ni útil, y hasta quizá nos era perjudicial para el alma. Cuando Dios nos está propicio -escribe San Agustín- nos niega aquello que nos concede cuando está airado.


Otras veces ocurre esto porque lo pedimos tan mal, con tanta flojedad y tibieza, que ni casi nosotros mismos sabemos lo que pedimos. Debiendo ser la oración una elevación de nuestra alma a Dios, nos distraemos con preocupaciones extrañas, y salen de nuestros labios las palabras sin ninguna atención y devoción. ¿Cómo puede ser plegaria esta vana confusión de sonidos? ¿Y cómo hemos de pretender en serio que Dios nos escuche, si nosotros mismos demostramos palpablemente con nuestra negligencia y descuido dar muy poca importancia a lo que pedimos?

Sólo quien ore atenta y devotamente, puede confiar obtener lo que suplica. Y lo obtendrá con divina superabundancia, como sucedió al hijo pródigo de la parábola, que, arrepentido de su pecado, sólo pedía ser acogido como esclavo y fue festejado como hijo.

Y no sólo las palabras. Los meros deseos más íntimos del alma -sin esperar a que lleguen a expresarse externamente- son acogidos siempre favorablemente por Dios cuando brotan de un corazón sencillo:

Tú, ¡oh Yave!, oyes las preces de los humildes,
fortaleces su corazón, les das oídos
(Sal 10, 17)


3. Práctica de virtudes.


Otro fruto de la oración es el ejercicio y crecimiento de las virtudes, especialmente de la fe. Los que no creen en Dios, no pueden orar eficazmente:

¿Cómo invocarán a aquel en quien no han creído?
(Rm 10, 14)

En cambio, cuanto mayor sea la fe, tanto más fervorosa será la plegaria con que nos apoyemos en la bondad y misericordia de Dios, de quien esperamos cuanto nos es necesario.

Es cierto que Dios puede darnos todos sus dones sin que se los pidamos y sin que ni siquiera pensemos en nuestra necesidad, como lo hace con las criaturas irracionales. Mas para el hombre, Dios es Padre, y quiere ser invocado por sus hijos; quiere que cada día le supliquemos con confianza y que cada día se lo agradezcamos con consciente gratitud.

Se aumenta también en la oración el fervor de la caridad, sintiéndonos obligados a amar a Dios con tanta mayor intensidad cuanto más le reconocemos en la experiencia como autor de todos nuestros beneficios. Y, como sucede siempre entre corazones que se aman, nos levantaremos de su contacto más inflamados en amor, por haberle conocido un poco más y haber gustado más íntimamente sus alegrías.

Quiere el Señor que oremos asiduamente, porque en la plegaria se agrandan y dilatan las aspiraciones espirituales; y por esta asiduidad y deseos nos hacemos dignos de los beneficios de Dios, de los que nuestra alma, inicialmen-te perezosa y mezquina, era quizá indigna.

Quiere además el Señor que comprendamos y reconozcamos que sin su ayuda nada podemos con nuestras solas fuerzas, mientras que con el auxilio de su gracia podemos conseguirlo todo. Sólo en la oración encontraremos las poderosas armas para vencer al demonio y demás enemigos espirituales. Contra el demonio y sus armas -escribe San Hilario- sólo podemos combatir con el grito de nuestras plegarias.


4. Remedio contra las fuerzas del mal.


Fruto de la oración es también aquella suprema iluminación con la que Dios nos hará comprender nuestra natural inclinación al mal y nos dará conciencia de la debilidad frente a los movimientos instintivos de la concupiscencia. Sólo las fervorosas oraciones nos alcanzarán la necesaria fortaleza de alma para no caer, y nos purificará de nuestras culpas pasadas.


5. Pararrayo de la ira divina.


Por último, la oración según doctrina de San Jerónimo aplaca la ira divina.

Cuando Moisés oponía sus ardientes súplicas a la cólera de Dios, que quería vengarse de los pecados de su pueblo, el Señor le dice:  ¡Déjame!  (Ex 32, 10)

En realidad, nada hay que pueda aplacar con más eficacia la ira de Dios y desarmarla de los rayos con que quiere y debe castigar los delitos de los pecadores como la fervorosa oración de las almas piadosas.

Catecismo Romano

El cimiento de la casa

El fundamento, la fuerza que mueve la vida, la esencia, el por qué de todo siempre es Dios.
Así ha de ser también en la vida personal, el motor ha de ser Dios, el porqué del obrar personal ha de ser Él. Si no ocurre así en la vida de cada persona, antes o después se derrumbará como la casa que se levanta sobre arena y no sobre roca. 
Quien asienta su vida sobre Dios siempre está construyendo, levantando, y nada de cuanto edifique se vendrá abajo; podrán venir fuertes temporales o grandes tormentas, pero sólo servirán para afianzar cada vez más los cimientos.
Si tenemos a Dios por fundamento, si tenemos verdadero amor a nuestro Padre Dios, viviremos en el ansia de agradarle y buscaremos alegrarle en todo cuanto hacemos.


 Esta búsqueda si es sincera, nos llevará a la unión con Él, porque cumpliendo su voluntad con amor de hijos, nos adherimos a Él, al querer todo cuanto Él quiere.
Para llegar a esa unión de la voluntad personal con la de Dios Padre, hemos de pedir la gracia y corresponder a ella.
Esta unión con Dios no es cosa para los ángeles, sino para nosotros, hechos a “imago Dei”.
Dios no pone obstáculos sino que todo son medios para la unión perfecta con Él. El mundo creado, la materia, es un medio para alcanzar la unión con Dios, es un trampolín para llegar a Dios.
Pensar que la materia es un impedimento, es una idea que por envidia al hombre, el maligno siembra en las inteligencias.
Si comprendemos que todo nos lleva a Dios, el método de ascesis más correcto es el de utilizar la materia para crecer y correr hacia Él.

El mundo que nos rodea es un regalo de Dios para servicio nuestro para alcanzar la perfecta unión con Él.
La materia no es despreciada por Dios, al contrario: es glorificada con la resurrección y con la eternidad.
Jesucristo, hombre verdadero y Dios verdadero es el punto de la historia donde se junta la divinidad con la humanidad, pues de igual manera cada uno de nosotros somos como un punto en la historia donde se junta el espíritu con la materia, la eternidad con lo temporal; es Dios quien así lo quiere, porque nos dio un cuerpo material, sujeto a la corrupción de la tierra por el pecado original y nos dio también un alma que es eterna.


Si observamos con atención la naturaleza, con los ojos con que Dios la mira, todo nos valdrá para llegar a Él.
Todo habla de Dios.
La noche nos habla de la oscuridad de esta vida donde la estrella de la fe nos orienta.
Una criatura en el seno de su madre nos recuerda que nuestra alma es como una criatura indefensa en el mundo que necesita el alimento de la Iglesia para poder crecer y desarrollarse y un día nacer a la vida eterna.
El tiempo de la poda nos recuerda que el sufrimiento es necesario para dar fruto bueno y abundante.
El brote nuevo que abre la tierra nos habla de la resurrección final.
La flor de la camelia en invierno nos habla de Dios hecho hombre que nace en medio de la frialdad del mundo.
El retoño de primavera en las ramas vacías de los árboles nos habla de la resurrección de Jesucristo que llena de vida la historia de la humanidad, dando una esperanza al sufrimiento y a la muerte.

Hemos de ver este mundo, no como impedimento para la oración, sino como medio.
Todo habla de Dios a las almas que viven pendientes y atentas a la voz suave del Espíritu Santo.

Escuchando con atención, tratando con Dios de esta manera, elevando pequeñas jaculatorias desde el corazón y cumpliendo todo aquello que el Espíritu Santo va indicando se llegará pronto a la unión con Dios, que es el fin del hombre sobre la tierra: conocer, amar y servir a Dios.
Y después ser felices con Él en el cielo.

La necesidad de la oración


Después Jesús les enseñó con una parábola
que era necesario orar siempre sin desanimarse 
(Lc 18, 1).


Un día, Jesús estaba orando en cierto lugar,
y cuando terminó, uno de sus discípulos le dijo:
«Señor, enséñanos a orar, así como Juan enseñó a sus discípulos».
(Lc 11, 1)




1) Precepto divino.

La necesidad de la oración brota ante todo del hecho de habernos sido impuesta como obligación, no como mero consejo, por Jesucristo nuestro Señor: Es preciso orar en todo tiempo. Obligación y necesidad confirmadas por nuestra santa madre la Iglesia en la fórmula con que introduce la oración del Padrenuestro en el santo sacrificio de la misa: "Instruidos con preceptos saludables, y siguiendo una forma de institución divina, nos atrevemos a decir: Padrenuestro...

Habiéndole suplicado los apóstoles: Señor, enséñanos a orar, Jesús, movido precisamente por esta nuestra absoluta necesidad de la oración, se dignó precisarnos la fórmula concreta del Padrenuestro, avalándola con la firme esperanza de que el Padre escucharía cuanto pidiéramos en su nombre. Y Él mismo quiso darnos ejemplo orando constantemente y aun dedicando noches enteras a la oración .

Los apóstoles, adoctrinados por tan admirable Maestro, multiplicarán después insistentemente sus más apremiantes exhortaciones sobre la necesidad de la oración. Mención especial merecen los muchos pasajes de San Pedro, San Juan y San Pablo.

2) Exigencia de la criatura.

Pruébase, además, la necesidad de la oración por la imperiosa necesidad que todos tenemos de recurrir a ella como al mejor intérprete de nuestras personales necesidades temporales y eternas ante Dios.

En realidad, el Señor no tiene contraída obligación ninguna con nadie. No nos queda, pues, más recurso que suplicarle humildemente lo que necesitamos y agradecerle el habernos dado en la oración el medio necesario para obtenerlo.

Apoyados en nuestras solas fuerzas, nada podemos; pero todo es posible al que confiadamente sabe pedir. ¿No ha dicho Cristo que la oración expulsa los mismos demonios?

Quienes, por consiguiente, ignoran o descuidan la práctica asidua y humilde de la oración, se privan a sí mismos de la posibilidad de obtener los dones divinos. San Jerónimo escribe: Escrito está: A todo el que pide, se le da; y si a ti no se te da, es porque no pides; pide, pues, y recibirás.

Catecismo Romano


El celo por tu Casa me consumirá

La expulsión de los vendedores del Templo

San Mateo

12 Después Jesús entró en el Templo y echó a todos los que vendían y compraban allí, derribando las mesas de los cambistas y los asientos de los vendedores de palomas.
13 Y les decía: «Está escrito: Mi casa será llamada casa de oración, pero la habéis convertido en una cueva de ladrones».
14 En el Templo se le acercaron varios ciegos y paralíticos, y él los curó.
15 Al ver los prodigios que acababa de hacer y a los niños que gritaban en el Templo: «¡Hosana al Hijo de David!», los sumos sacerdotes y los escribas se indignaron
16 y le dijeron: «¿Oyes lo que dicen estos?». «Sí, respondió Jesús, ¿pero nunca habéis leído este pasaje:
De la boca de las criaturas y de los niños de pecho,
has hecho brotar una alabanza?».


San Juan
13 Se acercaba la Pascua de los judíos. Jesús subió a Jerusalén
14 y encontró en el Templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas y a los cambistas sentados delante de sus mesas.
15 Hizo un látigo de cuerdas y los echó a todos del Templo, junto con sus ovejas y sus bueyes; desparramó las monedas de los cambistas, derribó sus mesas
16 y dijo a los vendedores de palomas: «Saquen esto de aquí y no hagan de la casa de mi Padre una casa de comercio».
 17 Y sus discípulos recordaron las palabras de la Escritura:
El celo por tu Casa me consumirá.

Mi Casa será llamada Casa de oración

El Templo, Casa de oración para todos los pueblos

56 1 Así habla el Señor: Observen el derecho y practiquen la justicia,
porque muy pronto llegará mi salvación
y ya está por revelarse mi justicia.
2 ¡Feliz el hombre que cumple estos preceptos
y el mortal que se mantiene firme en ellos,
observando el sábado sin profanarlo
y preservando su mano de toda mala acción!
3 Que no diga el extranjero
que se ha unido al Señor:
“El Señor me excluirá de su Pueblo”;
y que tampoco diga el eunuco:
“Yo no soy más que un árbol seco”.
4 Porque así habla el Señor:
A los eunucos que observen mis sábados,
que elijan lo que a mí me agrada
y se mantengan firmes en mi alianza,
5 yo les daré en mi Casa y dentro de mis muros
un monumento y un nombre
más valioso que los hijos y las hijas:
les daré un nombre perpetuo, que no se borrará.
6 Y a los hijos de una tierra extranjera
que se han unido al Señor para servirlo,
para amar el nombre del Señor
y para ser sus servidores,
a todos los que observen el sábado sin profanarlo
y se mantengan firmes en mi alianza,
7 yo los conduciré hasta mi santa Montaña
y los colmaré de alegría en mi Casa de oración;
sus holocaustos y sus sacrificios
serán aceptados sobre mi altar,
porque mi Casa será llamada
Casa de oración para todos los pueblos.
8 Oráculo del Señor,
que reúne a los desterrados de Israel:
Todavía reuniré a otros junto a él,
además de los que ya se han reunido.