El coraje de creer


La Fe siempre es una osadía que en último caso llega a desafiar la racionalidad del ser humano. Jesucristo muestra el alcance inaudito de la Fe: “Si tuvierais fe como un grano de mostaza, diríais a ese monte: ‘vete de aquí para allá’ y se iría, y nada os sería imposible” (Mt 17,20).
Sólo quien llega a practicar la virtud de la Fe positiva y conscientemente, tiene capacidad para comprender la libertad que proporciona la grandeza de creer.

Creer es el último paso que da el hombre material al encontrarse con Dios y es a su vez el primer paso que da el hombre espiritual en el comienzo de su ascenso en el camino hacia Dios. Una vez que este paso está dado todo adquiere un nuevo sentido, todo tiene nuevos significados porque la vida se observa desde el prisma de la trascendencia.
Para el hombre y la mujer espiritual, todo, absolutamente todo, tiene un valor y sentido distintos, así podemos leer en Sta. Teresa del Niño Jesús que puede hacer más ella por el mundo recogiendo un alfiler del suelo que muchos grandes de la tierra en sus reuniones.
El dolor para el hombre sin Fe es una desgracia, mientras que para el que tiene Fe es una fortuna.
La oración para el incrédulo es una estupidez, para el que cree es una obligación.
Dios para el hombre natural es una incógnita, para el sobrenatural es una certeza.

Cuando Pedro comienza a caminar sobre el agua, apoyado en las palabras de Jesús: “ven”, representa a todos los que comienzan a caminar por la senda atrevida de la Fe. Quien se asienta en la Fe desafía las leyes de la razón: para el racional es absurdo intentar caminar sobre el agua y para el creyente es una realidad: Pedro, el rudo pescador de Galilea, caminó sobre el agua a la voz de Jesús ”ven”.

En este camino de la Fe sólo hay un inconveniente que haga caer a quien comenzó su andadura sobre él: volver a creer más en la fuerza de las realidades terrenas que en la de las trascendentes. Lo mismo que Pedro comenzó a hundirse tras empezar a caminar hay quienes en su camino de Fe también comienzan a tener miedo, estos miedos se presentan de mil maneras, cada persona tiene uno a su medida esperándole y es proporcional a la intensidad de su Fe.

No deja de ser sorprendente la duda en quien comenzó tan radicalmente, tan valientemente, su camino hacia Jesús que decía “ven”, desafiando entonces las leyes racionales al atreverse a caminar sobre el agua de la Fe.
Cuando el miedo hace acto de presencia, éste ciega la visión trascendente y ofusca los oídos del alma para impedir escuchar aquella voz de Jesús “ven”; entonces la situación es terrible, porque la persona siente escapar su cuerpo entre el agua y las leyes racionales en ese momento no sólo son inútiles, sino que son causa de mayor angustia.
Antes de socorrer a quien sufre de tal modo, quiere Dios una súplica de confianza: “Señor, sálvame” y en seguida levanta a esa pobre alma con la fuerza de su brazo; para un racional sería admirable la Fe de aquel que pudo dar sus primeros pasos sobre el agua, sin embargo Dios mismo lo reprende: “¡hombre de poca fe!” y preguntando “¿por qué has dudado?” quiere que el propio hombre se examine acerca de su poca fe, pues Él, que conocía perfectamente los corazones, sabía la respuesta a esta pregunta.
Dios quiere que nos demos cuenta de que dudar para quien camina sobre las aguas de la Fe es como echar mano del arado y mirar atrás.

CREER en una situación personal tranquila o una situación social próspera es relativamente sencillo, pero mantenerse firmes en la Fe en una situación personal adversa o con una situación social hostil a lo católico exige de quien realiza el acto de Fe, un heroico coraje llamado generalmente martirio.
“Al sentir la fuerza del viento” el hombre y la mujer de Fe se levantan como columnas sobre el agua y caminan erguidos al haber oído la voz de Jesús que un día los llamó “ven”.


El Padre nos dio al Hijo




Pronto celebraremos la Fiesta de la Exaltación de la Santa Cruz. La muerte de Jesucristo en la cruz es estremecedora para el corazón.

Es estremecedor oír la frase de Jesús en el huerto: “Padre, si es posible, aleja de mí este cáliz”, sobre todo cuando horas antes había dicho a sus discípulos “ardientemente he deseado comer esta pascua con vosotros antes de padecer”, la humanidad se derrumbaba ante el sufrimiento y luchaba contra sí misma: “pero no se haga mi voluntad”. Sabemos por la voz de la Iglesia, que Jesucristo sufrió una inmensa soledad en aquel huerto y rogó al único que podía librarlo de la muerte terrible de cruz.

Hoy quisiera que nos detuviéramos en la soledad, no menor, del Padre. El silencio del Padre es tan elocuente como las palabras del Hijo. El Padre, de corazón tan tierno como para procurar el alimento a las avecillas, para vestir de hermosura los lirios del campo, para correr a abrazarse con el hijo que le abandonó en otro tiempo y arrepentido vuelve a casa, renuncia ahora a que el Hijo perciba su compañía.


Estamos ante un Padre que conocía perfectamente a su Hijo. Era el Hijo único, su humanidad perfecta era la alegría del Padre, su obediencia fiel era el consuelo del Padre, su alma nobilísima era jardín de delicias donde la divinidad se podía recrear. Era el Hijo que nunca contristó al Padre, el Hijo del hombre que quiso al Padre con todas sus fuerzas, su alma, su mente y su corazón. Era hombre perfecto con corazón purísimo, con rectitud de intención intachable, con una vida entregada ya desde su encarnación para cumplir en todo la voluntad del Padre “aquí estoy, oh Dios, para hacer tu voluntad”. Ese Hijo, que además de ser Dios era hombre, fue el predilecto del Padre, el “Hijo muy amado” del Padre; es el hijo que alegró su corazón: “Tú eres mi hijo amado; en ti me complazco” y precisamente ese Hijo sentiría en su alma la ausencia de ese Padre que tanto le amaba. El Padre y el Hijo antepusieron la Obra de la Redención a sus propias Personas.

El Hijo realizando la oración litúrgica, llora la ausencia del Padre “Padre, por qué me has abandonado?” y el Padre renuncia a gozar de la compañía del Hijo. El Hijo sufre dolores indecibles en su cuerpo y en su alma y ese Padre renuncia a aliviar los dolores de su amado Hijo. El Hijo está agotado hasta el extremo de sus fuerzas y el Padre renuncia a ser descanso para el alma de su Hijo. El Hijo sufre un abatimiento supremo y el Padre renuncia a alentar a su propio Hijo en la última hora de su agonía, el Hijo está en el momento más duro de su vida en la tierra y ese Padre con corazón infinitamente tierno renuncia a consolar al Hijo. Y todo ello desde la infinita e inmensa soledad de su ser Dios, dilatando misteriosamente también su propia gloria. Dios rasgó su Corazón de Padre mientras el Corazón del Hijo era atravesado por la lanza.


El Hijo que se entrega voluntariamente es entregado por el Padre voluntariamente. Ninguno de los dos se guarda para sí ni para el otro, ambos se dan por cada uno de nosotros, siguiendo únicamente un objetivo: la Obra Redentora. Podríamos decir que, de algún modo, de manera misteriosa Dios Padre e Hijo renuncian a sí mismos para poder entregarnos al Espíritu. De esta manera el hombre penetró en la entraña de la Trinidad en el mismo momento en que Jesucristo moría en la cruz. Allí, cuando se abrió el Corazón de Dios, se derramaron la Divinidad y la Santidad sobre la humanidad, para que esta humanidad fuera santificada por la divinidad. 

Estamos ante un misterio: las Tres Personas Divinas se entregan al hombre por puro amor y la primera criatura no divina en recibir ese amor y entrar en la Trinidad, es la Santísima Virgen María. 
Roguemos a Ella que nos introduzca en el Corazón de la Trinidad cada vez que participemos en la Santa Misa: el mismísimo Calvario está ante nuestros ojos. Es el Corazón de la Trinidad el que se abre para que entremos, es el amor de Dios Uno y Trino entregado y derramado por nosotros.