Modo práctico de orar


PREPARACIÓN CONVENIENTE

Dice la Sagrada Escritura:

Antes de hacer un voto, míralo bien, no seas como quien tienta al Señor
(Si 18,23).

Es tentar a Dios el pedir el bien cuando se obra el mal, o hablar con Dios cuando se tiene el alma distraída y alejada de lo que se pide.

Por esto será muy conveniente declarar los caminos de la oración y las disposiciones necesarias para hacerla bien.

a) La primera disposición esencial para orar es un espíritu verdaderamente humilde, consciente y arrepentido de sus pecados; un sentimiento de indignidad para acercarnos a Dios, que brota de la conciencia de pecado y nos hace sentirnos inmerecedores, no sólo de alcanzar cosa alguna de su divina Majestad, sino aun de comparecer ante su presencia.
Las Sagradas Escrituras insisten machaconamente en esta primera disposición necesaria para orar:

Convirtiéndose a la oración de los despojados, no despreció su plegaria
(Ps 101,18);

La oración del humilde traspasa las nubes y no descansa hasta llegar a Dios, ni se retira hasta que el Altísimo fija en ella su mirada
(Si 35,21).

Significativos sobremanera son los ejemplos evangélicos -entre tantísimos otros- del publicano, que ni aun desde lejos se atrevía a levantar sus ojos al altar, y el de la mujer pecadora, que, arrojada a los pies de Cristo, los bañaba con todas sus lágrimas.

b) De este sentimiento de humildad brotará el dolor de los pecados, o al menos un sentimiento de desagrado por no acertar a arrepentimos convenientemente. Sin este necesario sentimiento no puede esperarse el perdón.

Hay determinados pecados que específicamente impiden sean escuchadas nuestras súplicas por Dios. En general, todos los pecados contra la caridad y la humildad:

1. Los homicidios, crueldades y violencias contra el prójimo, de los que dice el Señor por Isaías:

Cuando alzáis vuestras manos, yo aparto mis ojos de vosotros; cuando hacéis vuestras muchas plegarias, no escucho. Vuestras manos están llenas de sangre
(Is 1,15).

2. La ira y la discordia, de las que dice San Pablo:

Quiero que los hombres oren en todo lugar, levantando las manos puras, sin ira ni discusiones
(1Tm 2,8).

3. El ser implacables con las ofensas. Semejantes sentimientos de alma nos impiden ser escuchados por Dios.


Cuando os pusieseis en pie para orar -nos amonesta el Maestro-, Si tenéis alguna cosa contra alguien, perdonadlo primero, para que vuestro Padre, que está en los cielos, os perdone a vosotros vuestros pecados
(Mc 11,25);

Porque, si no perdonáis a los hombres las faltas suyas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestros pecados
(Mt 6,15).

4. El ser duros e inhumanos con los menesterosos. También contra éstos está escrito:

El que cierra sus oídos al clamor del pobre, tampoco cuando él clame hallará respuesta
(Pr 21,13).

5. El ser soberbios, porque

Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da la gracia
(Jc 4,16).

6. El menospreciar la ley del Señor.

Es abominable la oración de aquel que se aparta de la ley
(Pr 28,9).

Es claro que todo esto exige, cuando se pide el perdón, una detestación de todos los pecados cometidos contra Dios y contra el prójimo.

c) Otra disposición necesaria para orar es la fe, sin la cual no puede tenerse un verdadero conocimiento de Dios y de su misericordia. De esta virtud ha de nacer la confianza, que sostiene toda oración:

Todo cuanto con fe pidiereis en la oración lo recibiréis
(Mt 21,22).

San Agustín escribe: Si falta la fe, pereció la oración. Y San Pablo afirma categóricamente que esta virtud es indispensable para orar:

Pero ¿cómo invocarán a Aquel en quien no han creído?
(Rm 10,14).

Por otra parte, si la fe es necesaria para la oración, ésta es indispensable a su vez para creer. Porque es la fe la que inspira nuestras plegarias, y son las plegarias las que, quitando toda duda, solidifican y fortalecen la fe.

d) Con la fe es necesaria la esperanza, generadora de toda confianza. San Ignacio exhortaba así a los que se acercaban a orar: No llevéis a la oración un ánimo incierto. ¡Bienaventurado el que no dudare!.

La fe y la esperanza engendran en nosotros la confianza segura de ser escuchados:

Pero pida con fe, sin vacilar en nada, que quien vacila es semejante a las olas del mar, movidas por el viento y llevadas de una parte a otra parte
(Jc 1 Jc 6).

Son innumerables los motivos que dan esta garantía a nuestra confianza:

1. El máximo de todos es el saber que la voluntad de Dios es sumamente favorable, y tan infinita su misericordia hacia nosotros, que no dudó en mandarnos llamarle Padre, para que nosotros nos sintiéramos con toda verdad hijos.

2. El número incontable de quienes en la oración encontraron lo que necesitaron para el cuerpo y para el alma.

3. La seguridad de tener a Cristo, primer y perfecto orante, como divino intercesor ante el Padre por nosotros:

Hijitos míos, os escribo esto para que no pequéis. Si alguno peca, abogado tenemos ante el Padre, a Jesucristo, justo. Él es la propiciación por nuestros pecados
(1Jn 2,1).

Y San Pablo:

Cristo Jesús, el que murió, aún más, el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, es quien intercede por nosotros
(Rm 8,34);

Porque uno es Dios, uno también el mediador entre Dios y los hombres, el hombre Cristo Jesús
(1Tm 2,5);

Por esto hubo de asemejarse en todo a sus hermanos, a fin de hacerse pontífice misericordioso y fiel, en las cosas que tocan a Dios, para expiar los pecados del pueblo
(He 2,17).

No debe, pues, representar un obstáculo para esperar ser escuchados nuestra propia indignidad. Sepamos reponer toda la esperanza y confianza en la autoridad y omnipotencia de Jesucristo, nuestro intercesor, por cuyos méritos y plegarias nos concederá el Padre todo cuanto pidamos en su nombre.

4. Ni puede olvidarse que el inspirador de todas nuestras plegarias es el Espíritu Santo, bajo cuya dirección nuestras oraciones serán necesariamente escuchadas:

Porque hemos recibido el Espíritu de adopción, por el que clamamos: ¡Abba, Padre!
(Rm 8,15 Ga 4,6);

Y el mismo Espíritu divino vendrá en ayuda de nuestra flaqueza, porque nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene; mas el Espíritu aboga por nosotros con gemidos inefables
(Rm 8,26).

5. Y si alguna vez sentimos vacilar nuestra fe, recurramos al grito lastimoso de los apóstoles:

¡Señor, acrecienta nuestra fe!
(Lc 17,5),

o a la exclamación de aquel padre de un hijo mudo:

¡Ayuda mi incredulidad!.

e) Lograremos, finalmente, la máxima certeza de ser escuchados por Dios en nuestras oraciones, animadas por la fe y llenas de esperanza, si procuramos conformar a la divina ley y voluntad del Señor nuestros pensamientos, acciones y peticiones.

Si permanecéis en mí -dice Cristo- y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que quisiereis y se os dará
(Jn 15,7).

del Catecismo Romano