El alma, hogar de Dios.


Jesús, Dios verdadero y hombre verdadero, con aquel gesto tan fuerte en el que expulsa a los mercaderes del Templo de Jerusalén nos enseña cómo se debe tratar a los enemigos del alma cuando entran tomando posesión de ella. En todo el Evangelio no encontramos a Jesús más enojado que aquí donde se desata su santa ira. Debemos imitar al Maestro en este aspecto defendiendo nuestra alma con la misma fortaleza que Él defiende el Templo de su Padre.
El misterio de la inhabitación de Dios en el alma es uno de los aspectos más preciosos de la doctrina cristiana.


Toda alma que está en gracia de Dios es custodia de la Divinidad. Y Él es custodiado en las almas con infinidad de matices. De la misma manera que en los templos hay diversidad de estilos de arte, diferentes tamaños (capillas, parroquias, basílicas, catedrales...), diferentes maneras de adornar los altares para el culto, así las almas son diferentes en su interior, hay almas muy pequeñas, hay almas muy elevadas, hay almas pobres, hay almas muy pequeñas y las hay muy grandes, gigantes en la vida del espíritu. 
Cuando la persona es consciente de ser templo, custodia, casa de Dios, lugar de oración; cuidará su alma más delicadamente, recibirá los Sacramentos con más frecuencia, practicará las virtudes con más responsabilidad y con ansia de aumentar la gracia para que este espacio sea cada vez del mayor agrado de Dios por su limpieza y su ornato. 


Vivir conscientes de que somos templos de Dios hará que cuidemos también nuestro porte exterior, nuestra presencia ante nosotros y ante los demás. Lo mismo que cuidamos nuestras iglesias y queremos que estén lo más arregladas y decentes posible porque son la casa de Dios, de igual manera hay que cuidar el templo del cuerpo. 
El cuerpo es el cascarón del alma, si nos damos cuenta de que hay que cuidar la iglesia porque allí está Dios, lo mismo para el alma: allí está Dios. El alma igual que el Sagrario, es el lugar de la presencia de Dios. Cuando nos acercamos a comulgar trataremos al alma igual que se trata al Sagrario de la Iglesia: la perfumamos con el incienso de la vida ofrecida a Dios y la cubrimos con el velo de la humildad que esconde el brillo de las virtudes para Dios sólo.


Para que este Sagrario del alma no sea profanado no debemos dejar que el ruido del mundo entre en nuestro espíritu. Hagamos lo que sucede en la iglesia: mientras se trabaja fuera, en el mundo, miles de ángeles adoran a Dios arrodillados ante el Sagrario, en un gran silencio. Pidamos a nuestro Ángel Custodio que permanezca adorando a la Trinidad presente en nuestra alma y busquemos algún momento de silencio en medio de las ocupaciones diarias para “entrar en nuestro cuarto, cerrar la puerta y orar a nuestro Padre en lo secreto”. 


Finalmente para poder hacer de nuestra persona un verdadero Templo del agrado de la Trinidad no hay mejor maestra que la Virgen Santísima, la mujer a la que confió Dios Padre el cuidado del Hijo. En el centro del corazón de Jesús, en cuanto hombre, estaba Dios; la divinidad era la dueña de su alma. Jesús, el nazareno, el hijo de María, no vivió más que para Dios igual que su Madre y San José. 
En cuanto hombre fue adornado con todas las virtudes y en cuanto hombre colaboró en el crecimiento de estas; su Madre y Maestra, la Virgen María, le enseñó a cultivar esta alma de verdadero hombre que era templo precioso de verdadero Dios. El alma de Jesús fue el Templo más excelso que pudo existir y que existirá jamás: “en Él habitaba la plenitud de la divinidad”.
El mejor guardián al que podemos encomendar la custodia de la propia alma es Jesucristo precisamente porque el celo por la casa de Dios le devora. 


Roguemos a Jesús, María y José, guardianes y maestros de nuestras almas, que nos alcancen la gracia de comprender la grandeza de estas realidades y vivirlas de manera coherente.